Mi travesía como kombuchero no inicio con la primera vez que la probe. Debo confesar que no soy de los que creen en el amor a primera vista, y en mi caso, con la kombucha no fue amor ni a primera vista, ni a primera probada.
La primera vez que supe de ella fue a través de mi suegro. El señor Frank es un fermentador artesanal experimentado. Desde mis primeras visitas a su casa captaron mi atención los frascos en su cocina, contenedores de llamativas figuras que en su momento acepto me inquietaban un poco. Fueron varios meses de improvisar excusas para evadir el “¿Por qué no pruebas hijo? Estoy seguro de que te va a gustar.” Todos los frascos me parecían contener lo mismo; formas gelatinosas y extrañas que parecían sacados de un laboratorio de alguna película de terror.
Como era de esperarse, llegó el día en que me quedé sin excusas. El brebaje de turno era la kombucha. Lo vi servir el líquido amarillento de un pote de vidrio muy grande, en el que flotaban discos gruesos gelatinosos y lo que parecían ser patas de medusa marrones por todos lados. Aceptando mi destino en el que no me quedaba mas remedio que atreverme, probe sin abrir completamente mis sentidos, y con el sólo propósito de sobrevivir aquel episodio. Evidentemente condicionado por el aspecto terrorífico de la bebida y con algún mecanismo de supervivencia activado innecesariamente, no recuerdo haber disfrutado la experiencia para nada. Solo recuerdo haber pensado que pase lo que pase tenía que poner buena cara y sobretodo... no mostrar debilidad, así que con mucha confianza, lancé: “Delicioso señor, le salió espectacular”.
Pasaron unas semanas cuando paseando por Barranco, pudé darle una segunda oportunidad. Entré a feria dominical, y vi que estaban ofreciendo kombucha embotellada. La experiencia fue totalmente distinta, ya que como dicen, los algunos placeres primero entran por los ojos. Al verla embotellada como una gaseosa (o en realidad más parecía una cerveza) le di la chance que hace algún tiempo le había negado, siendo mucho mas receptivo. Me tomé el tiempo de que llene mi paladar y pude notar que era algo totalmente nuevo. Despertó todos mis sentidos y aunque sea pueda ser trillado decirlo, se sintió como estar tomando un elixir de vida. El fino acido y la textura de burbujas no se podían comparar con las gaseosas, jugos y demás energizantes a los que estaba acostumbrado, sin contar que el efecto revitalizador que senti unos minutos después era tambien una nueva experiencia, cambió mi día y mi percepción por completo. Puedo afirmar que empezó una nueva era para mí.
Inmediatamente decidí que tenía que ir a la casa de mi suegro para volver a probar su kombucha, y esta vez con las barreras de recelo que me habían negado la oportunidad de disfrutarla la primera vez derrumbadas, pude constatar que su kombucha era incluso mucho más deliciosa, con más cuerpo y con una capacidad de despertar todos mis sentidos incluso mayores que la que probé en la feria. Nunca había experimentado algo así. No podría separarme nuevamente de ella.
Tener esa experiencia me abrió las puertas a un nuevo y fascinante mundo del cual nunca hubiese podido predecir que terminaría involucrándome. Tengo que aceptar que mi relación con la kombucha no empezó con buen pie, pero con cambiar solo algunos factores del entorno, mi percepción cambio radicalmente, y al igual que con el amor, cada día que pasa y le dedico algo de mi tiempo, que soy paciente y receptivo con ella, aprendo algo nuevo y me enamoro más. Mi amor con la kombucha no fue a primera vista, fue a segunda conquista.
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